’Uno cree haber dejado la isla. Uno nunca deja la isla’.
Samuel Beckett
Desde la autovía que acerca el sur de Tenerife ya sorprende la enorme y mística presencia de una montaña de evocadores tonos rojizos que pronto nos atrapa con su personal capacidad de atracción, con su osada geometría que desafía la quietud de la línea del horizonte, con su manifiesta intención de adentrarse en el Atlántico que besa su falda en un acto casi sexual.
Encaramarse al lomo de esta tostada mole de 171 metros de altura no es complicado. Te recibe con hospitalidad, con naturalidad, sin agresividad y además te muestra al cabo de 30 minutos escasos de ascensión por qué domina con tanta elegancia el entorno que la circunda. Su encanto reside en la poesía que desprende su figura. Pequeña y sublime, separa y protege dos playas naturales como la del Confital hacia el noreste, que hace las delicias de los surfistas y la de la Tejita hacia la vertiente suroeste de la isla, salvaguardando a los nudistas de las miradas indiscretas.
Ella se sabe diminuta ante las dimensiones del gran padre Teide que la observa con recelo (por estar acostumbrado a captar todas las miradas del visitante) elevando su cono por encima del edificio de Las Cañadas al norte. Pero también conoce sus principales armas de seducción; su permanente tono bronceado, producto de un pacto natural con la estrella solar, las parciales dunas que jalonan su falda como consecuencia del persistente azote del viento que moldea su figura muy lentamente y la oportunidad de ver 40 km de la costa sur de Tenerife con total nitidez.
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