…al poco tiempo de mi arribo, la isla se me entregaba de forma tan gloriosa, que el acto de poseerla en tiempo y espacio, con su desnudez y laxitud, colmaba mi espíritu de tales luces y encandilamientos…
Mararía. Rafael Arozarena. 1973. Pág. 161.
En verano, los destellos que emite el sol durante las primeras horas de luz proyectan sobre La Graciosa una sombra recortada que coincide con las crestas más irregulares del poderoso acantilado de Famara. La Graciosa, separada de Lanzarote por El Río, el brazo de mar reposado que se interpone entre ambos hitos, se asemeja, desde las alturas del mirador del mismo nombre, a una gran plataforma desprendida de la base del risco de Famara. Con ello parece como si el islote pretendiera adquirir una condición propia y una leve independencia de la isla de los volcanes. Desde la soledad del caserío de Pedro Barba, en cambio, la pequeña isla aparenta la vanguardia que precede a esa gran proa lanzaroteña que es Punta Fariones.
La Graciosa forma parte de la Reserva Natural Integral denominada archipiélago de Chinijo, un pequeño archipiélago integrado por Alegranza, Montaña Clara y los Roques del Este y del Oeste, dentro de otro archipiélago más grande. El Chinijo es una metáfora real del concepto de cajas chinas o matrioskas rusas donde el elemento más diminuto es el núcleo que encierra tesoros de gran significancia, proporcionando personalidad a los elementos externos que lo contienen. En el caso del Chinijo esos valores son una muestra representativa de lo que guardan las Islas Canarias desde el punto de vista ambiental; biodiversidad, volcanes que derramaron su lava en tiempo inmemorial, playas poco exploradas, zonas asoladas por el desierto y una amplia gama de colores que jalonan su territorio.
Son pocos los enclaves donde pueda experimentarse ese momento vital donde la vida humana organizada, con sus servidumbres, no ha llegado aún de forma masiva. Esa relativa ausencia de civilización y de normas es la que facilita comportamientos de comunión con el entorno natural; dormir al aire libre en la Bahía de El Salado, sin más preocupación que admirar el firmamento, es una experiencia visual enriquecedora; caminar descalzo por las calles de arena clara de Caleta del Sebo, una gratificante novedad; disfrutar del mar en cueros en la playa de las Conchas, una necesidad natural; ascender a Montaña Bermeja y admirar los islotes del Chinijo, un esfuerzo reparador. Actuaciones alejadas de la regla que convierten a La Graciosa en un enclave que regala emociones inéditas en otros entornos, castigados por eso que denominan progreso; la expansión indiscriminada del hormigón y del cemento, esos dos baluartes de la incontinencia constructora que nos ha azotado recientemente.
La Graciosa comenzó a ser poblada durante los años 30 del siglo pasado por individuos pioneros que consideraron el lugar apto para desarrollar labores de pesca permanente. Desde ese momento la población en la isla se sitúa entre las 600 y 700 personas. Sin embargo, el hombre y su actividad aún son una excepción frente al devenir natural del espacio. Por ello los sonidos que genera el ser humano, su volumen, su cadencia o su mera existencia se vuelven extraños, insólitos, como diferentes. Son la excepción en un espacio donde el protagonismo auditivo lo acaparan el mar, el viento, las especies que tiene en la isla una breve estación de paso o su morada permanente y todos los hitos naturales del espacio que caracterizan a La Graciosa. Una delicada sensación solo al alcance de los sentidos del viajero que preste más atención.
Sin embargo, las amenazas también azotan a La Graciosa. La sobreexplotación de los recursos pesqueros, la actuación indiscriminada e ilegal de los furtivos, el vertido irresponsable de aguas residuales, la introducción de algunas especies exóticas, la presión creciente del turismo…, son algunas de las principales amenazas de un entorno a proteger, cuya singularidad es, por encima de todo, su valor fundamental.
Imagen 1: Playa de La Cocina y Montaña Amarilla. E. Acosta.
Imagen 2: Playa de Las Conchas, bajo Montaña Bermeja. E. Acosta.
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