Dejé Canarias casi sin darme cuenta. Cuando me percaté ya no veía el horizonte y habían pasado años. Abandoné las islas para descubrir otros paisajes huyendo de un lugar que creía agotado. Y sin embargo, comencé a buscarlas desde que me fui.
Anaga. Tenerife |
Revisité entonces su paisaje desde la memoria. Caminé de nuevo por sus senderos y me perdí en cada encrucijada. Me sumergí en alta mar y dejé que el océano me contagiara su sal. Esperé en sus miradores la puesta de sol y me llené de su campiña. Miré dentro de sus cráteres y advertí que había vida entre la escoria. Quién no desea volver a revisar la altura de sus cumbres o la dimensión de sus roques. Figurado refugio frente al páramo y abrigo contra el frío.
Y ante el vacío, cómo no intentar buscar sus grandes lugares, grandes y nítidos, tan nítidos que percibes la huella secular del magma y tan claros que el sol no cabe dentro de ellos. Lugares escarpados y abruptos pero pletóricos en vegetación y biodiversidad. Un paisaje singular modelado por la fuerza telúrica de las entrañas del Atlántico. Pero estas cosas solo las conocen los que conservan ataduras con el paisaje.
El Teide y Pico Viejo desde Teno. Tenerife |
Desde aquel momento, cualquier visita a las islas se ha convertido en una empresa para llenar el espíritu de su menguante laurisilva, también de su malpaís. Pero ese depósito fantástico no se llena nunca de la sustancia de las islas. Siempre queda medio vacío. Una tragedia.
Por eso la estancia en Canarias, sea cual sea su duración, parece insuficiente. Cualquier tiempo en las islas se presenta exiguo. Toda experiencia vivida entre volcanes es menesterosa. Pero también un antídoto para dosificar con mimo allí donde no exista el influjo del alisio. Una buena razón para volver. También una condena con la que cargar.
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