lunes, 24 de diciembre de 2012

Los paisajes salvajes


Dejé Canarias casi sin darme cuenta. Cuando me percaté ya no veía el horizonte y habían pasado años. Abandoné las islas para descubrir otros paisajes huyendo de un lugar que creía agotado. Y sin embargo, comencé a buscarlas desde que me fui.

Anaga. Tenerife
Busqué lejos aquella fascinación que producía acceder por vez primera a la naturaleza desconocida de las islas. Para tocar y pisar sus medianías abandonadas pero rebosantes de tradición. Para sentir de manera inaugural la pendiente de sus barrancos. Para visitar sus derruidas construcciones vernáculas. Pero aquella impresión primera, esa no se olvida. Tampoco se vuelve a encontrar. Y qué ingenuidad pretenderlo, no había rastro de nada igual.

Revisité entonces su paisaje desde la memoria. Caminé de nuevo por sus senderos y me perdí en cada encrucijada. Me sumergí en alta mar y dejé que el océano me contagiara su sal. Esperé en sus miradores la puesta de sol y me llené de su campiña. Miré dentro de sus cráteres y advertí que había vida entre la escoria. Quién no desea volver a revisar la altura de sus cumbres o la dimensión de sus roques. Figurado refugio frente al páramo y abrigo contra el frío.

Y ante el vacío, cómo no intentar buscar sus grandes lugares, grandes y nítidos, tan nítidos que percibes la huella secular del magma y tan claros que el sol no cabe dentro de ellos. Lugares escarpados y abruptos pero pletóricos en vegetación y biodiversidad. Un paisaje singular modelado por la fuerza telúrica de las entrañas del Atlántico. Pero estas cosas solo las conocen los que conservan ataduras con el paisaje.

El Teide y Pico Viejo desde Teno. Tenerife
No es nostalgia ni melancolía. Es, quizás, la certeza de haber perdido la oportunidad de ver aquellas tardes de mareas bajas, cuando el sol perdía fuerza y los colores florecían en charcos y riscos. Unas tardes que servían para calmar el sol pegado en la piel durante la mañana. Tardes hechas para disfrutar el último baño del día en un paisaje descarnado y salvaje. Tampoco es pena, es, quizás, fracaso.

Desde aquel momento, cualquier visita a las islas se ha convertido en una empresa para llenar el espíritu de su menguante laurisilva, también de su malpaís. Pero ese depósito fantástico no se llena nunca de la sustancia de las islas. Siempre queda medio vacío. Una tragedia.

Por eso la estancia en Canarias, sea cual sea su duración, parece insuficiente. Cualquier tiempo en las islas se presenta exiguo. Toda experiencia vivida entre volcanes es menesterosa. Pero también un antídoto para dosificar con mimo allí donde no exista el influjo del alisio. Una buena razón para volver. También una condena con la que cargar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario