Tuvimos que aprender y luego nos tocó tener que desaprender, porque lo que sabíamos iba contra lo que necesitábamos.
Rafael Chirbes. Los viejos amigos. 2003.
Subir al cielo no es como lo cuentan. Llego a Ucanca con una hora de retraso. El sol enciende Las Cañadas con esa luz delgada de tarde apacible que tiene la virtud de resaltar los colores que toca. El Teide, portentoso al final de la recta de las Siete Cañadas. Los barrancos que surcan sus faldas se funden a negro por las sombras de la deshora. Ellos le otorgan una personalidad robusta a pesar de su postración. El paisaje, tan presente como un hijo, enmarca lo que haces en la diáspora. Podría estar horas mirando los detalles del volcán progenitor para compensar las veces que lo echo de menos. Hacia Pico Viejo, aún a finales de agosto, sorprende un tapiz verde en las inmediaciones de su cráter, de bordes horizontales y mirando a la bóveda, azulísima. Allí me dirijo.
Una losa de lava cordada a la altura de los monumentales Roques de García inicia la senda. El lajial, opaco, permite intuir la espesura del fuego que se derramó en su momento, procedente de no se sabe bien qué boca eruptiva. Sobresalen pequeñas zonas abiertas en forma de jameos, así como grandes trenzados pandeados de textura rugosa. Es la incidencia del tiempo en el modelado del territorio. Ascender hacia Montaña Chahorra es emprender un viaje privilegiado por las últimas etapas eruptivas que tuvieron lugar en Las Cañadas.
En la ascensión topo con una de las seculares corrientes de lava desparramada desde el cono del Teide. Franquearla supone penetrar en su interior y superar un terreno repleto de negro picón que describe bien cómo tuvo que ser el origen de este mundo; fuego cristalizado en piedra. Desde el interior del gran regato, El Teide se achata y pierde altura, como si quisiera desaparecer y ceder protagonismo a Pico Viejo. Curioso efecto óptico hacia la cota dos mil quinientos. Superadas las paredes del torrente petrificado se intuyen más cerca los márgenes del fabuloso cráter de la mole que rivaliza con El Teide.
Cráter de Pico Viejo |
Ya en la degollada de Pico Viejo urge la búsqueda de un lugar preciso para desplegar la estación nocturna. Un viento frío anticipa la cercanía de la noche. Hacia mi derecha, entre las serpenteantes coladas de piroclastos vertidas por el Teide sobre las faldas de su propio cono, alguien ha abierto un congelador. Por ahí se cuela con precisión el filo del viento del norte que obliga a seguir en movimiento para evitar sus cuchilladas. Luego, durante la noche, apaciguaría su ímpetu y daría tregua para arreborzarme en el saco y deleitarme observando los destellos que cruzaron la bóveda celeste.
Hacia el crepúsculo una bocanada de noche limpia llena mis pulmones. La aspiro con la necesidad de un yonqui y la guardo en mis adentros por unos segundos. Purificación de alta montaña. Sanación a tres mil metros, higiénica, sin aditivos ni colorantes. A mi izquierda la negra mole del cono del Teide recorta un firmamento moteado de estrellas que comienza a anunciar la vía láctea. Dentro del saco, casi sin ropa pero abrigado, tendré tiempo de admirar su secular movimiento en la duermevela de la madrugada. A mi derecha, muy alta, una luna comienza a crecer levemente. La estampa es formidable y mi sentimiento afortunado.
Antes de que el amanecer raye el horizonte, parto hacia El Llano, planicie geológica natural que a modo de gran púlpito permite observar la gran boca de Chahorra. El cráter, colosal y profundo hacia el sur, va quedando al descubierto con la amable luz del amanecer. Colores terrosos y sienas quedan exhibidos y grabados en mi mente. También sus abismos inquietantes, sus negros diques rotundos, sus ocres llanos en descenso, sus precipicios verticales. Calma infinita durante esas horas de la mañana en las que el sol despereza la superficie que toca.
Grandiosa la visión del resto de la Isla desde ahí. Más cerca que lejos el frondoso macizo de Teno, con su textura irregular y abrupta, con La Fortaleza asomando sobre todos los demás roques. A tiro de piedra La Gomera, tan chica y ahora tan grande ante mis ojos. Más allá, difuminada entre las nubes del alisio pero presente, El Hierro. Y también La Palma, ya inalcanzable, en forma de dos pechos de mujer guardando para sí el tesoro de la Caldera de Taburiente.
Miro al cielo y pienso que con un poco de esfuerzo y de puntillas sería capaz de tocarlo. Subir al cielo no es como lo cuentan, es mejor.
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