domingo, 17 de noviembre de 2013

Prestige; la catástrofe que nunca existió


¿Cómo hablarle de derechos medioambientales, de responsabilidad en el uso de los recursos naturales, de estado de derecho, si el triste paisaje del chapapote en Galicia, de la negra marea de las minas de Aznalcóllar no ha recibido siquiera el más mínimo reproche penal en los tribunales de justicia? 


Parece que a muchos ha sorprendido que el vertido de más de 77.000 toneladas de fuel frente a las costas gallegas provocado por el petrolero Prestige en noviembre de 2012, haya quedado impune. Como antídoto ante semejante desafuero es buen ejercicio revisar las hemerotecas. La historia está plagada de catástrofes ambientales y ecológicas provocadas por transnacionales que, o bien han quedado exentas de castigo, o la sanción que se les impuso fue despreciable dada la potencia económica y financiera de las compañías responsables. Algunos se agarran al principio de que quien contamina paga. Enarbolan una presunta legislación ambiental punitiva que permite resarcir el daño ecológico provocado por catástrofes. Pero ese principio es en sí mismo una burla. Primero porque la habilidad de las compañías les permite dar la vuelta al precepto, contaminando tanto como exija su estrategia de obtención de beneficios asumiendo luego unas multas irrisorias. Y en segundo lugar, porque el daño ecológico producido por una catástrofe incorpora intangibles que no pueden valorarse monetariamente. Reducir a esquemas económicos la fulminación de un paisaje es una trampa del propio sistema en el que vivimos que pretende circunscribir todo a la esfera monetaria. ¿Lo económico puede sustituir el menoscabo de la biodiversidad o la desaparición de por vida de un paraje?

Valgan dos ejemplos recientes para apuntalar la reiterada irresponsabilidad ecológica que sufrimos:

Gallego & Rey
En abril de 1998 una brecha de 50 metros de ancho se abrió en la balsa de la empresa Boliden. Contenía unos seis millones de metros cúbicos de residuos procedentes de su actividad minera (aguas ácidas, metales pesados, etc). La balsa estaba situada en las inmediaciones del Parque de Doñana y el río Guadiamar. El vertido alcanzó una superficie de 4.634 hectáreas repartidas por nueve municipios de la provincia de Sevilla. Las Administraciones Públicas se encargaron de la limpieza de casi el 80% de los lodos tóxicos. Boliden solo del 20% restante. Después de más de 15 años de pleitos y litigios entre la compañía y la Junta de Andalucía el problema fundamental, al parecer, fue encontrar un culpable de la catástrofe. Sorprendente pero real.

Se agotaron sin éxito las vías civil y penal. Finalmente, el Alto Tribunal eximió a Boliden de pagar casi 90 millones de € que la Junta de Andalucía le reclamaba vía administrativa por la limpieza del vertido tóxico. Durante todo el proceso la multinacional cerró la mina. Se produjeron más de 400 despidos y presentó un ERE en el 2002 con prejubilaciones. Dos terceras partes del coste fue asumido por la Junta. A día de hoy, lo único cierto son dos cosas: nunca sabremos con certeza el enorme impacto ecológico que tuvo el vertido sobre el medio natural (del que la zona afectada aún se recupera hoy) y que la catástrofe ha quedado impune.  

El otro ejemplo es aún más reciente. En Septiembre pasado la plataforma gasista Castor, de la empresa Escal UGS, propiedad a su vez de ACS, inyectaba gas en el lecho marino frente a la costa de Vinarós. La finalidad era utilizar como almacén de gas un antiguo depósito de crudo hoy vacío. Hay suficiente consenso para pensar que esas inyecciones han sido la causa de la sucesión de seísmos producidos en los meses de septiembre y octubre. Unos seísmos que a buen seguro han provocado fisuras en las profundidades marinas y consecuencias incalculables para la desaparición de especies y la biodiversidad de la zona.

Aunque los trabajos están paralizados y la fiscalía de Castellón ha iniciado una investigación, somos escépticos de que se responsabilice a la compañía de provocar los temblores. De hecho, el proyecto está blindado legalmente en origen, de tal forma que si se paralizan los trabajos de la compañía será el Estado el que tendrá que asumir el coste económico del proyecto, unos 2.000 millones de € hasta el momento. Es más, el Tribunal Supremo ya ha desestimado un recurso del Ministerio de Industria dirigido a anular la cláusula que le obligaba a asumir el coste de la paralización del proyecto. Por tanto, no solo no se imputan responsabilidades a quien daña el medio ambiente sino que la destrucción provocada la termina sufriendo la sociedad.

Somos víctimas de una irresponsabilidad ambiental organizada en la sombra por las compañías y admitida sumisamente por los Estados. Otras veces son los propios Estados los promotores de esa injusticia ambiental. Informes de impacto ambiental fraudulentos, incumplimientos legales, opacidad, incorporación de cláusulas contractuales que eliminan el riesgo operativo a las compañías y aseguran su actividad, ausencia de aplicación del principio de precaución, etc, lo demuestran.

Dos son las causas que a nuestro juicio favorecen estas cuestiones:

Greenpeace
La primera es que ni los tribunales, ni los gobiernos, ni buena parte de la ciudadanía, ni mucho menos las compañías multinacionales tienen interiorizado que el principal damnificado de este modelo económico es el medio ambiente donde se ejecutan las actividades productivas. La naturaleza se sigue utilizando como un contenedor de residuos sin límite, un sumidero con capacidad infinita para metabolizar los detritus que genera la actividad humana. En definitiva, un depósito capaz de ocultar los costes del desarrollo económico. Un desatino.

En segundo lugar, es necesario reiterar que hoy día las compañías transnacionales disponen de mucho más poder que los propios Estados. Su influencia es tal que se sirven de ellos para alcanzar sus intereses, para controlar las reglas del juego económico, para engordar sus cuentas de beneficios, para alargar hasta la saciedad procesos judiciales abiertos contra ellas por diferentes motivos. Cuanto más débiles sean los Estados, más se consolidará el dominio de las transnacionales. Mientras no exista una normativa legislativa global contra las agresiones del medio ambiente y unas instituciones con el mandato claro de aplicarla con firmeza, es difícil que se logre responsabilizar a las transnacionales de su violencia ambiental. ¿Qué tiene que decir la UE respecto al caso Prestige, esa UE presuntamente protectora del medio ambiente?

Para resolver estas dinámicas, no basta con garantizar el derecho del ser humano a un medio ambiente libre de residuos. Si la actividad económica continúa desarrollándose bajo el mandato de este capitalismo con ansias ilimitadas de beneficios y que considera a la naturaleza como un apéndice, continuaremos en las mismas. Es urgente otra economía y otra forma de actividad económica que privilegie el respeto por la naturaleza. Igual que es impostergable un nuevo sistema político que esté al servicio del ciudadano y no sea susceptible de manejo interesado de grupos oligárquicos.

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