domingo, 19 de enero de 2014

El barrio de Gamonal como síndrome

 
¿No convendría ver la cultura participativa en la ordenación del territorio y en la política ambiental más como una inversión en capital democrático que como un coste en tiempo? 

Se impone cada vez más la necesidad de hacer posible una participación efectiva del ciudadano en el ejercicio del poder, pero sin que esta siga reducida a la adopción de procedimientos o esquemas estereotipados de participación (…) 


Lo que ha ocurrido y está ocurriendo en el barrio burgalés de Gamonal no es nada nuevo. Lleva pasando desde hace décadas a nivel local. Se repite una y otra vez. Y Canarias sabe mucho de eso. El asunto tiene varias perspectivas pero todas confluyen en la misma deficiencia, la insuficiente exploración por parte del poder político de la participación ciudadana en los asuntos públicos. La consecuencia inmediata es la baja calidad de la democracia que padecemos los ciudadanos. Por eso Gamonal no es un síntoma sino un síndrome.

La secuencia de acontecimientos suele seguir las pautas siguientes:
El poder político que controla una administración local propone modificaciones de calado en asuntos que afectan la vida de las personas sin tener en cuenta su concurso. Los damnificados por estas decisiones tienen conocimiento de esos cambios cuando todo está aprobado y a punto de entrar en vigor. Nunca antes, por ejemplo en la fase de discusión y planteamiento inicial o en la de avance. En ocasiones el ciudadano tampoco se entera en la etapa de trámite final cuando aún se pueden hacer alegaciones. Ante la envergadura y el conocimiento de las actuaciones proceden a movilizarse visibilizando el conflicto social, expresando su malestar y exigiendo que se escuchen sus propuestas. Pero la cerrazón del poder político es mayor y se resiste a incorporar las demandas de los colectivos.

Amparado en los resultado electorales que le aúpan en la jefatura de gobierno de una institución, el poder político cree contar con la legitimidad suficiente para planear cualquier cambio en el estilo de vida de los gobernados, sin consultarles siquiera. En pleno siglo XXI, el poder político mantiene una visión estrechísima de la propia política, reducida a que el electorado, cual rebaño de borregos, vote cada cuatro años una supuesta hoja de ruta cuyo cumplimiento al cabo de la legislatura resulta, como mínimo deficiente y siempre insuficiente para que el ciudadano gane en bienestar.

Entonces las posturas terminan por radicalizarse y desde el poder político se desdeña la oportunidad que supone asumir el conflicto social mediante la cooperación, la escucha activa, la deliberación pública, las aportaciones de los afectados, etc. La pasividad y en muchos casos el nulo interés de los propios políticos en desarrollar e impulsar cauces de participación ciudadana en los asuntos públicos, demuestra que el poder político maneja un concepto de interés general impuesto, normalmente de forma autoritaria y bajo procedimientos escasamente democráticos.

La participación del ciudadano en los asuntos públicos es reconocida en la legislación. Es más, cuando se requiere que la administración defina qué es y qué no es de interés general, el concurso del ciudadano es imprescindible e insoslayable. Y en justicia, el poder político debería hacer un esfuerzo por mejorar y superar los cauces actuales de participación ciudadana, circunscrita a un conjunto de mecanismos burocráticos, protocolarios y de difícil puesta en marcha en algunos casos (ILP, exposición pública de proyectos, alegaciones,…) Estos mecanismos terminan disuadiendo la concurrencia ciudadana y demuestran la aversión intrínseca del poder político a consensuar directamente con las personas a las que deben su cargo, proyectos, medidas o actuaciones públicas.

El resultado es obvio. En aquellos casos en los que el ciudadano muestra interés en participar en los asuntos públicos aportando alternativas, divulgando o denunciando lo que consideran injusto o ilegal, de forma que dichas acciones entran en contradicción con lo planteado por el poder político, se les vilipendia duramente. Es entonces cuando interesadamente y utilizando los medios de comunicación el poder político intenta minimizar el impacto real de la discrepancia ciudadana para salvaguardar sus intereses electorales; cuando se vende su actuación como respuesta a algún plan dirigido desde la oposición; cuando se tacha de terrorista a los movilizados; cuando se dice al ciudadano que otras opciones a lo propuesto por el poder político no son posibles; o cuando, simple y llanamente, se les silencia o reprime violentamente en las calles.

Pero ¿Cuál es la razón última que explica que el poder político no impulse o permita la participación del ciudadano en el devenir de lo público? Cuando escarbamos e investigamos en el fondo de todas estas cuestiones terminamos descubriendo que en la gran mayoría de los casos sí ha habido participación ciudadana. Pero un tipo de participación opaca y reducida a la de un grupo privilegiado de señores con un gran poder económico, superior al del político, que de un modo u otro decide en la sombra qué se hace, a quién beneficia y a quiénes perjudica. Es entonces cuando entendemos la negativa del poder político a escuchar al ciudadano; cuando comprendemos su pereza en el cometido de desarrollar mecanismos de toma de decisiones que incorporen la opinión del ciudadano; cuando detectamos que el interés general definido por el poder político coincide sospechosamente con el interés particular del poder económico. Eso se llama secuestro de las élites políticas por parte de las económicas. Lo que en un lenguaje más llano y común podemos denominar corrupción.

Nuestro apoyo desde la distancia a toda la gente que en el barrio de Gamonal están luchando por hacerse oír. Están esforzándose en mejorar esta maltrecha democracia que sufrimos.

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